Por Pedro Javier López Soler.
Las consecuencias culturales del COVID-19 no van a ser menos devastadoras que las económicas. Lo peor de la pandemia no es el virus en sí, sino las consecuencias sociales que va a implicar. El coronavirus va a dejar más pobres que muertos y va a generar más odio y recelo que amor y solidaridad. España y el mundo están bajo la amenaza de dos enfermedades: el coronavirus y la intolerancia. Ambas atacan a la población en su conjunto y sólo el tiempo dirá cuál de las dos es más letal.
La crispación social, alentada por organizaciones con discurso y estrategia ultraderechista, está alcanzando unos niveles que los más jóvenes no habíamos llegado a conocer. Vivimos en una situación de gran incertidumbre, donde no sabemos con certeza qué puede ocurrir mañana. El COVID-19 ha desestabilizado nuestro sistema de organización económica y social, pero también nuestro sistema de valores y creencias.
2020 va a ser recordado como el año de la mayor crisis sanitaria desde la Segunda Guerra Mundial. Pero, desgraciadamente, no es lo único que ha vuelto de aquellos fatídicos años. De forma paralela al COVID-19 se ha instalado en nuestra sociedad, y amenaza con quedarse por una buena temporada, la enfermedad de la intolerancia. Sus síntomas son la negación del adversario político la criminalización del diferente y el egoísmo social.
Pronto llegará el síntoma definitivo de que vivimos en un momento de auge reaccionario: la legitimación del uso de la violencia como arma política. El fin justifica los medios, piensa la dirigencia ultraderechista. La manipulación mediática, la vulneración de medidas sanitarias contra la pandemia, la provocación constante y la violencia callejera habrán merecido la pena si se consigue acabar con aquel gobierno al que llaman «socialcomunista» y cuya legitimidad atacan, pese a contar con el respaldo parlamentario y haber ganado las elecciones con una holgada diferencia. Su ataque no es sólo contra Pedro Sánchez o el Gobierno de Coalición. Es contra el sistema democrático en su conjunto, reflejando uno de los males endémicos de la oligarquía española, su concepción del poder como un patrimonio exclusivo de su casta. La democracia sólo sirve si son ellos quienes gobiernan.
El historiador español Julián Casanova define al fascismo como un movimiento de masas que surge de la violencia callejera como reacción frente a la quiebra del orden social y político provocada por la Primera Guerra Mundial con marcados componentes antidemocráticos, antisocialistas, paramilitares y ultranacionalistas.
Hoy estamos viviendo los ecos del fascismo histórico, pero no su regreso. La historia avisa, pero no se repite, y mentar al fascismo en vano no es más que, en el mejor de los casos, una burda imprecisión histórica. Fascista no es quien tiene una ideología conservadora, se siente nacionalista o critica al gobierno. Debemos abandonar la cueva de Platón para contemplar la realidad y no las sombras que proyectan frente a nosotros. Fascista es quien hace del odio y la violencia el eje de su proyecto político. Afortunadamente, hoy son una minoría, pero no minusvaloremos su capacidad de ganar nuevos adeptos ante el drama que va a generar la pandemia.
En los últimos meses, especialmente tras el inicio de la llamada «desescalada», se está produciendo un alarmante aumento de la violencia de significación ultraderechista. Estamos ante una progresión de impredecible desenlace, aunque seguro que amargo y lamentable.
La ignorancia es la peor de todas las enfermedades. Bulo tras bulo se está generando un clima de tensión social que terminará por ser irrespirable. En democracia las diferencias se resuelven a través del diálogo y el consenso, pero si se estigmatiza al diferente, que es con quien hay que entenderse, sino se le reconoce como un interlocutor válido, ¿con quién se va a dialogar? La ignorancia vuelve a las mentes más cerriles intolerantes y la intolerancia las hace violentas. Generalmente se rechaza aquello que no se conoce, o peor aún, aquello que falsamente se cree conocer.
Creemos que la violencia y la intolerancia están lejos, pero ya se comienzan a sentir. O actuamos pronto o su siguiente objetivo será la democracia y, entonces, todos seremos víctimas.
- Pintada ultraderechista en una carretera próxima a Lena (Asturias).
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